Una luz
macilenta, de bombilla cansada de presenciar miserias humanas, intentaba alumbrar
el recinto. El gastado suelo, de anciana madera sedienta de barniz, gemía
gris bajo los pasos —pocos, pero eternos— que me separaban de una desvencijada mesa. Tras ella, la
mirada de otro policía se me clavaba desde la aspillera horizontal de sus
párpados, condenándome por cualquier posible delito mientras escrutaba mi cuerpo de arriba a abajo.
— ¿Qué desea?
— Verá… No quiero molestar… Puedo volver otro día…
— ¡Que ¿qué
desea?!
— Pues… con el debido respeto… Quería denunciar...
— ¡Ah!
Bueno… Entonces, siéntese y espere. El señor comisario le atenderá. Y su mirada perdió todo interés por mí.
El banco, pegado
a la pared y de madera gemela a la de la mesa, era incómodo, pero mucho menos
que la presencia del hombre, sucio y mal afeitado, que, sentado en un extremo, permanecía
inmóvil, como fabricado sobre el propio mueble.
Yo no sentía cansancio,
pero lo de “siéntese y espere” había
sonado más a orden inapelable que a invitación de una cortesía impensable en
aquel lugar que las buenas costumbres populares aconsejaban evitar.
Al poco, perdí
la noción del tiempo.
— ¡Ya puede pasar! —La
orden sonó como un pistoletazo. Perdí unos segundos tratando de adivinar si se
dirigía a mí o a mi vecino de banco que ni siquiera pestañeó. Él no esperaba
ser convocado.
— ¡He dicho que pase! ¿No me ha oído? —Ahora no dudé, la
autoridad en aquel pequeño territorio, se dirigía a mí.
Musitando humildes disculpas, me encaminé a la puerta —que me
parecía enorme— señalada por el rígido mentón del policía.
Instantes después estaba ante la imponente figura del
comisario. Esperé un tiempo amorfo. Cuando ya había agotado mis destemplados
nervios, me habló a través de sus gafas oscuras de gruesa montura negra.
— ¿Qué se le ofrece?
— “Ojalá que protección”
—casi contesto—, pero me limité a resumir el infierno de mis años de
matrimonio. Enumeré los golpes, vejaciones, insultos, humillaciones y menosprecios… En fin, todas las torturas que
había soportado y ya no podía resistir ni un día más.
El comisario me escuchaba sorprendido, hasta que, en tono
iracundo, me espetó:
— ¡¡Pero ¿es que no tiene usted huevos? hombre de Dios!!
¡Reaccione, coño, que estamos en los 60 y es usted quien lleva los pantalones! ¡¡No me sea calzonazos!! Suéltele dos hostias a su mujer y no me moleste más ¡coño!
(Imagen de archivo) |
El relato es fantástico y el trasfondo...toda una historia de represiones,hipocresías y controversias...¡cuánto daño se ha hecho con el dichoso tópico de la supremacía del macho!
ResponderEliminarAsí es, Fátima. "Supremacía" paradójicamente fomentada, transmitida y perpetuada por una educación familiar fundamentalmente matriarcal.
EliminarPos si...
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