Estaba agotado. Había pasado todo el día recorriendo, una y otra vez, la calle en la que se levanta la casa de ella. Mirando su balcón con las flores apagadas. Caminando arriba y abajo. Desde abajo, media vuelta y, otra vez, arriba. Cómo cuesta la cuesta... Incansable. Sin otro deseo que hacerse el encontradizo. Verla de nuevo, aunque fuese de lejos, o volver a escuchar su voz. Tener alguna noticia. Sentir su presencia de algún modo. Incluso un poco del aroma de su sombra a hurtadillas.
Inasequible al desaliento y lleno de esperanza, pasó el día dejando mensajes y notas pegados en los muros de la calle, con la vana ilusión adolescente de que llegasen a ella. A su alma. A la lucidez de su recuerdo. Un ciego le pidió limosna o un cigarrillo... lo siento no fumo. Se cruzó con un mendigo, oliendo a derrota y vino rancio, rogaba ayuda por una compasión que ya ni él mismo sentía. Mirando sin ver los guiños cómplices de mujeres ajadas con marido ausente y libido presente. Tiempo otoñal incapaz de hacer caer las hojas de la ventana añorada. Arriba y abajo; pisó sobre sus pasos y pasó el tiempo inerte. Hasta que el espeso silencio y la nula respuesta demostraron, sin margen ni resquicio para la duda, lo inútil e infructuoso del intento.
Cansado, muy cansado, triste y decepcionado, se alejó sin apartar la húmeda mirada de las cerradas ventanas. Ciegas y calladas, sordas ante el último gesto de ilusión esperanzada, convertida en lección inesperada. Calló la palabra. Cayó la noche. Se encendieron las luces, se apagaron las ganas. Siempre se aprende algo.
Caminando siempre se hace camino... que acerca o aleja. No hay mascarilla que proteja del miedo.
FRM [28/09/2020]
Foto propia, Alcalá de Henares |