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Foto propia. Monumento a la uva |
Durante mucho tiempo ahogué mi vida entre tinta y ceniceros.
Sintiendo las alas de la noche en nuestro negro vuelo
hasta desplomarnos en silencio, desde la luz sonora
que llega de nuevo con el cotidiano estruendo.
Hoy paladeo el agridulce sabor de la paz solitaria
llena de fragancias a libertad y sosiego
que inundan el paladar con sereno desenfreno,
desgranando momentos, sin orden ni concierto.
Pliegues, repliegues, avances, retrocesos,
subidas y bajadas, saltos con sobresaltos
rectas y revueltas, repeticiones y cambios...
y todo lo que olvido, la vida es todo eso.
Porque una existencia viva no es una vida
son muchas y diversas, con sus idas y venidas,
llenando rebosante el baúl de los recuerdos
con memorias que no comprenden los cuerdos.
No son los años de vida lo que cuenta,
es la vida de los años cuanto importa
y la curiosidad insaciable es el abono que alimenta,
mantiene y hace florecer la siembra.
Con ilusión renovada, riego día a día
las raíces de mi planta que podo y limpio
de hojas muertas y algunas plagas
que pretenden devorar la savia mía.
Muchas vides he plantado, no te miento,
y sus cargados racimos recogido
pisando firme, con fuerza y entusiasmo,
para obtener el mejor vino del retorcido sarmiento.
De dulce néctar barriles, tinajas y odres
he degustado y por cientos regalado.
He volado embriagado de intensos sabores,
aunque también alguno se me ha avinagrado.
Y la fortuna me premia con el regalo presente
de jardineras manos en vendimia paciente
que extreman inmerecidos y cuerdos cuidados
para que el dulce mosto siga fluyendo demente.
Aquí y ahora yo te bendigo,
porque es mucho más lo que me callo
que lo que, por incapaz, te digo,
acabando este fértil mes de mayo.
FRM [20/05/2017]